Las organizaciones
tienden a evitar o a rechazar los retos adaptativos, y tratan de eximirse de
cualquier responsabilidad. Esto es así, en gran parte, porque la resolución de
estos retos implica la introducción de cambios en nuestros esquemas mentales, y
en nuestra forma de hacer las cosas. Estos cambios en la cultura de una
organización son realmente complicados, y suelen concitar un fuerte rechazo.
Negando la realidad del
problema, externalizando el enemigo o desplazando la responsabilidad hacia otra
función, cuestionando a la autoridad formal y, muy frecuentemente, “matando” al mensajero.
No podemos olvidar
que, al final, todos somos prisioneros de nuestros paradigmas y nuestros
esquemas mentales, y que los tenemos tan interiorizados que no somos capaces de
visualizarlos y de reflexionar sobre ellos. Son esos paradigmas los que nos
llevan a interpretar la realidad de una forma determinada. También somos
prisioneros de nuestro miedo al rechazo, al fracaso, a la pérdida del poder…
Estos miedos nos llevan ,como muy bien expone Pilar Jericó en su libro “No miedo”, a
desarrollar una cierta aversión al cambio, y nos impelen a rechazar las nuevas
formas de hacer las cosas y de interpretar la realidad. Esta resistencia no
tiene su origen en la aversión al cambio como tal, sino en la aversión a las
pérdidas originadas por el cambio. La pérdida de competencia, la pérdida de las
relaciones, la pérdida de puestos de trabajo, la pérdida de las tradiciones, la
pérdida de la lealtad, etc. Se trata, en cualquier caso, de pérdidas reales, y
por ese motivo la resistencia es comprensible.
Es fundamental tener
esto en cuenta para evaluar y desactivar las posturas de oposición a la
innovación, que son las que en última instancia acaban poniendo en riesgo la
supervivencia de la organización en un entorno cambiante.
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